CUANDO EL AMOR Y LA VIDA SON IGNORADOS

A UN MES DE SU PARTIDA...

He sido testigo del dolor más crudo. He visto cómo la enfermedad consumió lentamente a una mujer deportista, a quien sólo necesitaba amor, atención y una oportunidad para luchar a tiempo. Últimamente he sentido la impotencia de verla sufrir y verla partir muy joven con cáncer cérvico uterino, de apenas 38 años y un hijo de 16, alguien que pudo haberse salvado, si tan sólo hubiera habido más conciencia, más responsabilidad, más amor por parte de ella misma y su entorno. Hablar sobre la muerte es un tema profundo y emocionalmente complejo. Ver morir a una persona, cerrar sus ojos, sentir su cuerpo frío... son momentos que marcan a quien los vive de una manera irreparable, ya que la muerte es algo que nos conecta con la fragilidad de la vida, el final de todo lo que conocemos, el paso de lo tangible a lo intangible.

El instante en que esta muchacha muere, sentí un silencio profundo que lo llenó todo. Estar cerca en ese momento, fue posible percibir una especie de quietud que, de alguna manera, se sintió casi pesada. El cuerpo de ella, que antes tenía aún vida, a minutos parecía simplemente una carcasa vacía, una presencia sin la chispa que meses antes la animaba con el atletismo. Y en el momento de cerrarle los ojos fue simbólicamente el cierre de una historia, la despedida final.

El contacto con su cuerpo frío fue impactante, porque el calor que nos da la vida ya no estaba presente. Es un contraste tan fuerte con la calidez humana que solía existir, y eso resalta la fragilidad de nuestra existencia. El frío puede hacer que se pierda el sentido de que esa persona alguna vez estuvo viva, y que, al tocar su piel, todo lo que fue se reduce a una presencia de lo que ya no es.

 El proceso de despedirse de un ser que apenas meses antes  pude conocerla  es profundamente humano, o si se tratara de un ser querido, cada uno lo vive de forma única. Algunas personas experimentan una sensación de alivio al ver que el sufrimiento de la persona ha terminado, otras sienten un dolor profundo, incluso desconcierto, como si estuvieran enfrentando lo incomprensible. Pero a pesar de la tristeza o el miedo, la muerte es una constante en la vida humana, y vivirla de cerca, de alguna forma, nos enseña sobre el valor de cada momento.

Lo más triste no es sólo la enfermedad de padecer cáncer, sino la soledad con la que muchas mujeres la enfrentan. Porque en los momentos de gloria, de victorias, de reconocimientos, de aplausos, siempre hay compañía. Pero cuando la vida cambia el rumbo, cuando el dolor se instala y la batalla se vuelve cuesta arriba, ¿quién está realmente ahí?

Si tu cuerpo te está enviando señales, escúchalas. Si el dolor está ahí, no lo ignores. Si un diagnóstico ha tocado tu puerta, no te hagas la valiente postergando lo inevitable. El cáncer no espera. No entiende de compromisos, de competencias, de sueños pendientes. Solo avanza, sin detenerse sin piedad.

¿Qué sentido tienen las medallas si no hay vida para disfrutarlas? ¿De qué sirven los trofeos si la enfermedad te arrebata la oportunidad de seguir adelante? No hay reconocimiento en el mundo que valga más que tu salud, que tu existencia, que tu futuro.

Mujer, tu vida vale más que tus sueños, más que una aptitud, más que un trofeo. Porque de nada sirven las victorias si al final, el precio que pagas es tu propia existencia. No se trata de ser fuerte hasta de ignorar el dolor, de callar los síntomas por miedo o por negligencia. Ser fuerte también es saber detenerse a tiempo, es escuchar a tus amistades, a ese entorno deportivo, es reconocer que tu vida es primero.

¿De qué sirve demostrarle al mundo que eres fuerte si al final no quedará tiempo para seguir viviendo? No se trata de abandonar lo que amas, sino de entender que la única batalla que realmente importa es la de tu vida.

El ego, la terquedad, la negación… han costado demasiadas vidas. Y no es falta de coraje admitir que necesitas parar. Al contrario, la verdadera valentía no está en seguir adelante a cualquier costo, sino en saber cuándo es momento de detenerse y luchar la batalla correcta.

Porque cuando la enfermedad avanza, los trofeos no te acompañan en la cama del hospital. Cuando el cáncer te consume, los aplausos se silencian. Cuando llega el final, el mundo sigue… pero tú ya no estás.

No esperes a que sea tarde. No creas ser auto suficiente porque se convertirá en tu verdugo. La mayor victoria que puedes alcanzar no es un premio, sino la oportunidad de seguir viviendo.

Porque tu vida vale más que cualquier logro. Y si no la cuidas, un día te darás cuenta de que lo perdiste todo… pero será demasiado tarde.

Y a los hombres, a los compañeros de vida, ¿dónde están ustedes cuando más se los necesita? No basta con estar en los momentos de éxito, en la gloria de una victoria. El verdadero amor se demuestra en la enfermedad, en la vulnerabilidad, en el dolor. Pero cuando ese amor falla, cuando la indiferencia pesa más que el compromiso, cuando la comodidad es más importante que la vida de quien tienes al lado… entonces lo único que queda es la culpa, el arrepentimiento, la soledad.

No hay excusas. No importa qué tan ocupados estén, qué tan complicada sea la vida. Cuando tu esposa, tu pareja, la madre de tus hijos, tu compañera de camino sufre, tu deber es estar ahí. No mañana, no después, no cuando ya no haya nada por hacer. AHORA mismo.

El cáncer no espera. El amor tampoco debería hacerlo.

Duele ver a mujeres jóvenes con treinta o cuarenta años que, sabiendo lo que ocurre en su cuerpo, prefieren seguir adelante como si nada, sin pensar en los hijos que pueden quedarse sin madre, en las familias que quedarán rotas, en el vacío irreparable que dejarán.

La vida no es sólo nuestra. Somos responsables de quienes nos aman. Somos parte de algo más grande que un sueño personal. Y no hay meta más grande que vivir para quienes nos necesitan.

Por eso, a todas las mujeres: No se dejen vencer por la negación, por el miedo, por la inmodestia. Y a los hombres: No sean espectadores pasivos del sufrimiento de quienes aman. Porque al final, el dolor del que parte es solo un suspiro… pero el de los que quedan, pesa para siempre.

No eres invencible. No eres de acero. Y eso no te hace menos fuerte, te hace humana.

¡Que el Señor  con su gran misericordia te acoja en su Santo Reino!. 

¡Descansa en paz amiga querida!

Mirtha Villarroel de Rocha


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